OLULA DEL RÍO
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                          “SAN SEBASTIÁN: MÁRTIR”

Wikipedia.

Numerosos eran los soldados cristianos en los ejércitos imperiales romanos al comenzar el Siglo IV. Maximiliano y Galerio, hostiles a la religión cristiana, aceptaban su presencia. No exigían de ellos ningún acto contrario a su fe; se les grababa en la frente el monograma del emperador y se les colgaba al cuello una medalla con su imagen; pero nada más.
De repente, la iglesia y sus fieles que habían dispuesto de toda libertad para reunirse empiezan a ser perseguidos y empiezan a ensañarse contra ellos en las legiones.
Este primer amago de persecución general venía por orden de Galerio, el mayor enemigo que los cristianos tenían en el Colegio Imperial.
Este labriego fanático de Dacia acababa de humillar al rey de los persas y de agregar cinco provincias al Imperio.
Orgulloso con sus victorias, empezaba a ejercer sobre Diocleciano aquel dominio que hará del viejo emperador un juguete de sus feroces instintos. Del campamento de Galerio la persecución se extiende al de Maximiano Hércules, que reside entonces en Italia. Soldado de suerte, activo y enérgico.
Maximiano era un hombre sin educación. Derramar sangre era para él una diversión. Por cálculo y por temperamento, acogió con entusiasmo la actitud de César, que había llevado sus ejércitos hasta más allá del Eufrates.
Ahora bien; a su mismo lado, dentro del palacio, había un joven oficial, jefe de las cohortes pretorianas. Generoso y bizarro en su conducta, afable y cortés en las palabras y en el trato, tan abnegado respecto a sí mismo como solícito cuando se trataba de sus semejantes, reuniendo en su persona la nobleza hermanada con la sencillez, y la prudencia con la grandeza de alma, se había atraído la simpatía de cuantos le trataban, de cualquier condición que fuesen. Sebastián no lo disimulaba.
Entraba en los subterráneos y en las Catacumbas, favorecía a sus correligionarios en la corte, huía, cuando le era posible, del Coliseo y del Anfiteatro, y en sus gestos, en sus palabras, en su vida, tenía una dignidad y una nobleza que no parecían propias de un soldado a quien sonreía una juventud lozana y un porvenir brillante. El entusiasmo de su ideal religioso, aprovechaba todas las ocasiones que se le ofrecían para propagar la fe entre los compañeros de armas. Era un apóstol, un propagandista, cuya palabra ardiente sostenía a los que vacilaban, llevaba la luz a los que caminaban en la duda, llenaba de valor a los que se preparaban para luchar. No había dejado de ver la tormenta que se avecinaba; pero, lejos de infundirle temor, aquello le enardecía aún más aún, y poco a poco sentía que la gracia del martirio iba madurando en su pecho.
Al fin vino la acusación temida y deseada a la vez. El joven oficial compareció delante del emperador.
Maximiano, hombre tosco y sin educación ninguna, que apenas sabía expresarse en un latín decente, le habló con su lenguaje vulgar y soez. Las creencias religiosas de Sebastián equivalían para él a la más negra traición. Parecíale un milagro que un cristiano hubiera estado mandando a los hombres de su guardia y que aún estuviese con vida. Conminóle a sacrificar, pero encontró una resuelta negativa.
Ciego entonces de furor, llamó a los soldados de su cohorte, y allí mismo, en el parque, atado a un árbol, despojado de los distintivos de la milicia, mandó que le asaetasen. Así se le ha imaginado la tradición popular a través de las edades cristianas; así le han representado los artistas en el lienzo y en el mármol. El grupo de arqueros bárbaros cubre sus miembros atléticos de una selva de flechas; manan arroyos de sangre de su carne despedazada; tiembla su cuerpo estremecido por el dolor, oprimido por los nudosos cordeles; sus ojos se clavan en el cielo suplicantes e indulgentes; sus labios sonríen en un gesto de acción de gracias, y su frente varonil, nimbada de un halo de luz, permanece erguida, aceptando la plenitud del sacrificio. Hasta que las fuerzas faltan, la vida se agota, y el rostro cae sobre el pecho, erizado de hierros punzantes. Los legionarios, vacías las aljabas, se retiran mascullando torpes canciones. Han cumplido su tarea…
Pero el emperador no puede olvidar al mancebo. El que antes velaba por su seguridad, ahora turba su reposo. ¿Por qué aquel hermoso rostro, lleno de claridad, sigue grabado en su imaginación? En su imaginación y en sus ojos. Una mañana, bajando la escalinata del palacio, oye que alguien pronuncia su nombre. No es una alucinación. Allá, en el fondo, se yergue la imagen que le obsesiona. Es Sebastián, el centurión. Si el rostro demacrado y pálido pudiera desorientar, le delata su actitud serena, la confianza de su mirada y las cicatrices que en sus brazos y en su pecho deja entrever la clámide.
-¿Quién eres tú, que te atreves a pronunciar mi nombre? -grita colérico el tirano.
-Un hombre que viene casi del reino de la muerte -dícele el redivivo….Y habla de justicia, de venganza, de misericordia, de perdón…, hasta que los maceros le derriban en tierra, anegado en un charco de sangre.
Si la vez primera manos piadosas le habían recogido casi exánime y curado de sus heridas, ahora sus ojos se habían cerrado para siempre, y el alma recibía en el cielo la recompensa del doble martirio.



P.D.
Esta pintura de nuestro genial pintor Andrés  García Ibáñez preside el Altar Mayor de la Iglesia de San Sebastían y de San Ildefonso de Olula del Río. Sustituye a otro óleo antiquísimo y de enorme valor que también representaba a San Sebastián y que en la década de los 60 del Siglo XX desapareció del templo sin que nadie explique su paradero.



Juan Sánchez, martes 13 de enero de 2.015