miércoles, 1 de enero de 2014

LA VELICA

               


Autor: Don Francisco Jiménez Casquet.

Transcribe: Juan Sánchez Sánchez.


 Todavía conoce la actual generación (Se refiere a los años 50) el pintoresco modo se cumplir promesas mediante la celebración de lo que llamaban “La Velica”, acto semireligioso y semiprofano, que consistía en pasar una noche entera alrededor de la imagen de la Virgen o del Santo de su devoción, situada en un improvisado altar que se montaba en casa de quien lo organizaba, adornado con colchas, cuadros y cuantos enseres domésticos contribuían a hermosear el recinto en que se había de celebrar. Desprendía un profundo olor a cal de la empleada para su reciente blanqueo, resaltado todo con focos de energía eléctrica que contrastaba con la tenue luz arrojada por las velas y mariposas que servían para completar el adorno del altar levantado para honrar al Santo o a la Virgen que patrocinaba el acto.

   La previsión de la siempre nutrida concurrencia obligaba a recolectar las sillas de las casas vecinas que, alineadas unas junto a otras, servían de reposo a lo largo de la agitada noche donde se alternaba el baile –amenizado casi siempre con el acordeón de Pepe Carrillo-, con las copas de aguardiente o de vino con que se obsequiaba a la concurrencia.

   La invitación al acto se generalizaba a casi todo el pueblo, con aviso que casa por casa iban haciendo, los familiares del celebrante con este repetido mensaje:

   -Esta noche se  celebra una “Velica” en casa de …….(Nombre de la persona que hacía la celebración.

   Ya bien entrada la noche, iban apareciendo los familiares, amigos y convecinos, abundando los jóvenes de ambos sexos que aprovechaban la velada para “pelar la pava” o para cortejar a la dama de sus preferencias.

   “Pelar la pava”: Es una expresión que se emplea para señalar el acto en que los novios hablan cuando están solos; si están acompañados, hablan en voz baja.

   El acto solo tenía de parte religiosa la contemplación de la imagen situada en el improvisado altar, así como el sacrificio que, para los menos, suponía pasar una noche sin dormir. Para la juventud era un motivo de distracción y de pasar la noche bailando, en época en que ni siquiera se presagiaba la posibilidad de que surgieran las “discotecas”.
                                 
                                                         ………..

   Hemos hecho referencia a las “Velicas” porque, volviendo a nuestra historia, una de ellas se celebraba en la casa de una antigua sirvienta de la familia de Elisa y dio pie a que se encontraran, nuestros protagonistas. Con tal motivo tuvieron ocasión de pasar juntos aquella memorable noche, en la que, con extrema discreción, y apenas sin cruzar palabras, se puso de manifiesto el cariño que la pareja se profesaba.

   Convencido Ramón de que sus relaciones iban a ser aceptadas, sin dejar de temer la viabilidad de realizar sus sueños debido a las diferencias de clase que les separaba, se decidió a pedirle relaciones en la forma en que entonces se empleaba, por medio de una carta amorosa que, tal vez tomando párrafos de unos libros que circulaban como modelos de tales misivas, decía textualmente:

   -“Queridísima Elisa: Mi cariño hacia ti es tan grande, que no concibo mi existencia si no soy correspondido con el tuyo”- “Comprendo que no tengo méritos ni posición suficiente para aspirar a tal chica”. “Yo te prometo superarme hasta conseguir con mi trabajo un porvenir que, aunque no tan elevado como mereces, sea lo suficientemente digno para que juntos podamos ser felices”. “No me importa el tiempo que haya de transcurrir, ni mucho menos los esfuerzos que haya de realizar” “Todo lo podré superar si cuento con que tú me correspondes” “Por lo que más quieras, dime que sí, o dame un rayo de esperanza y me harás el más dichoso de los hombres”


                                                               “Siempre tuyo: Ramón.”

   La dificultad estribaba ahora en encontrar el medio de que la carta llegara a manos de su amada niña, sin que pasara por la censura de la familia de ella que, de ser así, impediría, con toda seguridad, que llegara a su destinataria.

   Al fin, echándole valor, se decidió a abordar a la sirvienta en cuya casa se había celebrado la Velica, que seguía visitando casi a diario a sus antiguos señores.

   -“Antonia ……, no sé como decírtelo; tengo una carta para Elisa y quiero que llegue a sus manos”

   -¡Por Dios Ramón! No me pongas en esos compromisos. Ya me di cuenta de que mucho os mirabais la noche de la Velica y sospecho que Elisa te corresponde; pero si me descubren se cerrará para siempre la casa de una familia a quien tanto quiero y a quien tanto debo. No conoces  bien el genio y el orgullo de Don Juan.

   Los reiterados e insistentes ruegos de Ramón, que gozaba del afecto y estimación de cuantos le trataban, consiguieron que Antonia se hiciera cargo de la carta para llevarla a su destinataria. La introdujo en el bolsillo de su mandil y tocándose con un negro mantón, se dirigió a la casa de sus antiguos señores, donde su presencia nada extrañaba, las visitas se realizaban casi a diario.

   Acababa de oscurecer cuando Antonia subía las escaleras de mármol de la casa.

   Se dirigió hacia la habitación que hacía de gabinete  a la familia, donde, tras una amplia ventana adornada con visillos, estaba sentada doña Luisa haciendo cadeneta, auxiliada de gafas colocadas a media nariz. Frente a ella, su hija Elisa bordaba primores en blanquísima tela.

   Hizo su entrada la sirvienta con el saludo que le era habitual:

-         A la paz de Dios, señora-

   -Dios te guarde, Antonia. ¿Cómo siguen tus chavalillos?-

   -Muy bien, devorando la fruta que ayer me mandó usted-

   Se había situado Antonia un poco a la espalda de Doña Luisa, frente a la jovencita que vio nacer y crecer y a la que entrañablemente quería.

   Aprovechando que la señora seguía ensimismada en sus labores, comenzó a hacer señas a Elisa, doblando repentinamente la cabeza hacia la derecha, indicándole que saliera de la estancia.

   Suspendió Elisa sus bordados, comprendiendo la insinuación, y, puesta en pie, dijo a su madre:

   -Voy a beber agua-

   -Espera- dijo Antonia – yo misma te la traeré.

  -No, no….yo iré-

   Salieron ambas del gabinete y adentrándose en las habitaciones del servicio, cuando comprendió Antonia que  Doña Luisa  no las veía, ni las podía oír sacó  la carta y alargando su mano hacia la niña, le dijo:

-         Toma , preciosa, me la ha dado Ramón para ti-

La joven se puso roja como una amapola; pero alargó presurosamente la mano y se hizo con la misiva.

   Poco después, con los pómulos aún enrojecidos, salió Elisa con un sobre en sus manos y alargándoselo a Antonia, sin cruzar con ella palabra alguna, se volvió corriendo hacia la habitación donde su madre proseguía, ajena a la maniobra, tirando del hilo y del ovillo, mientras que, con sus ya arrugadas manos, agitaba la aguja que formaba un precioso encaje, más tarde empleado en adornar prendas femeninas.

   Antonia introdujo el sobre en el bolsillo para llevarlo a su destinatario y volvió al recinto donde estaba Doña Luisa, de quien se despidió, un tanto nerviosa, con estas palabras:

   -Bueno, me voy a hacer unos mandados-

   Y bajando apresuradamente la escalera, salió a la calle en dirección a su casa.

   Ramón, que había seguido sus pasos aprovechando la oscuridad de la calle, se paró junto a ella, mientras su corazón latía con ritmo tan acelerado que parecía querer salirse del pecho.

   Sin cruzar palabras, Antonia depositó en sus manos la carta y siguió su camino.

   El joven corrió hacia su casa. Subió las escaleras de la cámara y auxiliado de la vela que le servía de alumbrado, abrió el sobre y leyó su contenido que, con clara letra femenina, decía:

   -“ Ramón: Yo también te querré siempre.- Elisa”

              LA CARNE ES DÉBIL

   Insuperables dificultades encontraba Ramón para seguir comunicándose con Elisa.

   Antonia, temerosa de ser descubierta, se negaba sistemáticamente a servir de correo de la pareja.

   Pero como el amor se reviste de un valor insospechado, sobre todo cuando se sabe correspondido, ya no ocultaba su dicha y paseaba con frecuencia los alrededores de la casa de Elisa, hasta el punto de que para muchos se estaban poniendo al descubierto sus pretensiones. Y hasta hubo quien observó que entre él y Elisa se cruzaban señas a través de las encristaladas ventanas de la joven.

   ¡Cuánto envidiaba el amante la suerte de aquellos novios que tenían fácil acceso a sus relaciones! Y más aún, a aquellos que, a través de la reja, pasaban largas horas de la noche arrullando sus cuitas. Rememoraba, para sus adentros, aquella vieja canción que decía:

                      “Niña, asómate a la reja
                      que te tengo que decir
                      un recaito a la oreja”.

   Pero las dificultades de nuestros amigos parecían insuperables.

   Los rumores llegaron a oídos del orgulloso padre de la joven, dueño de cuantiosa fortuna, paladín de la política local e imbuido de sueños de grandeza, quien al conocer la noticia por alguien que, indiscretamente, con él la comentaba, sólo dio la siguiente respuesta:

   -“No se hizo la miel para la boca del asno”-

   Decidió Ramón resolver aquella situación insostenible. Y un día, armándose de insospechado valor, aguardó la salida de Don Juan que, apoyado en su elegante bastón, se dirigía hacia el Casino. Y colocándose frente a él, cortándole el paso, le dijo:

   -“Don Juan. Yo quisiera hablarle……”

   No le dio tiempo a terminar la frase:

   -“¡Apártate, insensato! ¡Que ésta sea la última vez que me diriges la palabra! ¡Nunca más te acerques a mi casa….!”

   Y enarbolando el bastón continuó:

   -…..si no quieres que  el bastón te lo rompa en la costillas”

   Nuestro Ramón se quedó de una pieza. Se apartó del camino del enfurecido “señor de horca y cuchillo”, que siguió su camino vociferando frases ininteligibles para nuestro protagonista.

   Aquello no podía continuar así. Volvió Ramón sobre sus pasos y se dirigió presuroso hacia la casa de Antonia.

   Lloraba como un niño, le contó lo sucedido. Y después de muchos ruegos, compadecida ella de la pena de Ramón y, a la vez, convencida de que su amada niña estaba también locamente enamorada, accedió a facilitarles una oculta entrevista entrevista en su propia casa.

   Aprovechando una ausencia de Don Juan, a la hora previamente convenida, salió Elisa de su casa y se dirigió a la de Antonia, donde a nadie podía extrañar su presencia.

   Ramón esperaba impaciente la llegada de su novia. Y no bien entrara ella, entornando Antonia discretamente la puerta de la calle, se arrojaron ambos con los brazos abiertos y se fundieron en un abrazo, entre gemidos de los enamorados, de los que también participaba la improvisada Celestina.

   Las entrevistas fueron menudeando, tal vez con más intensidad de lo que la prudencia aconsejaba.

   Las ausencias de Elisa no eran apreciadas en su casa. Aparte la ingenuidad de su madre, ajena a la existencia de aquellas relaciones amorosas, pasaban igualmente desapercibidas por el padre, quién siguiendo su inveterada costumbre, después de la cena, se marchaba al Casino, donde permanecía durante un espacio de dos o tres horas.

   El lugar propicio para la cita de los amantes seguía siendo la casa de Antonia, que cuidaba de acostar bien temprano a sus pequeños hijos y ausentar discretamente a su marido.

   Y, como la naturaleza es débil y la carne flaca, aquellos íntimos contactos pasaron a mayores y dieron pie a que, una vez más, se cumpliera la letra del conocido dicho:

                                         “El hombre es fuego
                                         y la mujer estopa.
                                         Llega el diablo…. Y sopla.”

   Lo cierto es que, al poco tiempo, Elisa quedó encinta.

   He aquí el problema de aquella infeliz pareja.

   (No queremos hacer un canto a la incontinencia de los enamorados). No tenemos la menor duda de que ello fue debido al orgullo e intransigencia del padre de la joven.

   La madre, Doña Luisa, bendita mujer que largos años viniera sufriendo las brusquedades de D. Juan, hubiera accedido fácilmente a aquellas relaciones y hubiera dado paso a legalizar la unión, antes de que el desgraciado hecho se pusiera al descubierto. Pero la previsible postura del padre era la de ser irreductible.

   La solución era fugarse. Al fin y al cabo, era harto frecuente en el pueblo la noticia de que se habían ido unos novios.

-         “No me importa seguirte”- decía Elisa- “Soy menor de edad y mi padre nos buscará en el centro de la tierra para satisfacer su venganza”.

   -“¿ Qué hacemos entonces ?- decía Ramón.

   -Márchate tú donde nadi lo sepa. Yo superaré las dificultades y te esperaré siempre -.

   Poco airosa es la solución que me brindas. ¿Cómo voy a permitir que seas tú la única que sufras las consecuencias? Además, ¿no es obligación mía atender, en su día , los cuidados de un hijo nuestro que ya late en tus entrañas?.

-         Sí, sí; pero no es posible otra cosa. Conozco bien a mi padre. ¡Por nuestro cariño, por lo que más quieras, aléjate del pueblo y no vuelvas en largo tiempo!.

   Ramón, no sin pasar vergüenza y haciendo un denonado esfuerzo, relató a su abuelo lo ocurrido y le pidió consejo sobre cúal debía ser su actitud.
   El prudente viejo, uniendo su experiencia al enorme cariño que profesaba a aquel nieto, conocedor también de la irreductible soberbia de D. Juan, coincidió con el criterio de Elisa y aconsejó a Ramón que se ausentara.

-         Márchate a la Argentina. Allí tenemos familia que emigró hace años y ellos podrán ayudarte. Para que tu paradero no sea conocido, no escribas siquiera. Si algo nos ocurre, te lo comunicaré a través de la familia allí residente -.

   Ante aquella y otras razones, Ramón tomó la decisión que Elisa le aconsejara. Reunió los ahorros que su trabajo le había proporcionado, suficientes para costear un viaje transoceánico. Y….una noche cuando el pueblo dormía, salió de su casa con un pequeño equipaje y nadie supo cual fuera su paradero. Solo los que conocían a fondo intuían que aquellos amores habían dejado huella tan profunda que los protagonistas nunca podrían olvidarlo.

   Sin saberlo, ambos hacían honor al conocido cantar del pueblo gallego, que dice:

                      “La raíz del tronco verde
                      es difícil de arrancar.
                       Los amoriños primeros
                      Son dif´cil de olvidar”


             VERGÜENZA  PÚBLICA

   La inesperada desaparición de Ramón comenzó a dar pie para que se produjeran en el pueblo comentarios de todos los gustos, que instintivamente los relacionaban con la reiterada ausencia de Elisa de todo lugar público, incluso de las misas del domingo.

   Toda pálida y ojerosa, con frecuentes vómitos, preocupó a los padres, que la creían afectada de alguna enfermedad del estómago.

   Ningún signo ostensible de embarazo presentaba, porque ella lo disimulaba enfajando su vientre.

   A pesar de las protestas de la joven, decidieron requerir la asistencia del médico del pueblo que, tan pronto la hubo reconocido,, descubrió la natural dolencia que le aquejaba.

   Pidió a los padres que lo dejaran sólo con la presunta enferma. Y, después de íntima conversación, aquella confesó su estado.

   El médico, sin recetar medicación alguna aconsejó, tan sólo, una prudente dieta y abandonó la casa de Don Juan sin atreverse a descubrir el caso, por conocer la reacción que habría de producirse en aquel personaje de tan frecuentes y bien conocidas actitudes violentas.

   Volvió en días sucesivos, hasta que, al fin, se decidió a descubrir a Doña Luisa cuál era la razón de las dolencias que aquejaban a su hija.

   La desgraciada y débil madre prorrumpió en amargo llanto y su reacción fue correr hacia el lecho donde Elisa reposaba. Y, sin fuerzas para poder siquiera recriminarla, cayó de bruces sobre la cama de su hija, la estrechó entre sus brazos y juntas lloraron amargamente sin cruzar palabras.

   No conocemos el medio que aquellas mujeres adoptaron para informar a Don Juan de lo que ocurría.

   Lo cierto es que, un memorable día, la casa apareció cerrada y sus ventanas no fueron abiertas.

   La sirvienta que las acompañaba y que al amanecer acudía a prestar sus servicios domésticos, no obtuvo respuesta a sus repetidas llamadas.

   El vecindario comenzó a preocuparse de aquel mutismo, y sospechó que pudiera estar fraguándose alguna tragedia.

   Cuando ya se disponían a solicitar los auxilios de un carpintero que descerrajara la puerta principal, apareció Don Juan en la puerta falsa, por donde se tenía acceso a las cuadras. Con cara de cadáver tiraba de una mula, previamente aparejada, sobre cuya albarda había colocado una silleta de madera, que eran empleadas para sentar en ella a las mujeres cuando se desplazaban en aquel usual medio de transporte.

   Don Juan ató la mula en la anilla de hierro colocada junto a la puerta de entrada a la casa y, sin decir palabra ni mirar a su alrededor, se volvió a introducir en la casa por la puerta falsa.

   El grupo de curiosos, se iba nutriendo por momentos.

   Poco rato después se abrieron con violencia las dos hojas de la puerta y apareció, energúmeno, desplazando a empujones el cuerpo de la hija, con las manos atadas a la espalda, a quién dirigía, con grandes voces, los más groseros improperios.

   La alzó sobre la mula y la dejó sentada en las tijeras.

   La cabeza de Elisa caía sobre su mismo pecho con los ojos cerrados por única defensa, sin que sus atadas manos pudieran cubrir aquel hermoso rostro cubierto de lágrimas.

   Desató el animal. Cogió por su extremo el ronzal e inició el funesto recorrido, dando enormes y desaforadas voces:

   -“¡¡ Aquí tenéis a la desvergonzada !! - ¡¡Que la ira de Dios y la vuestra caiga sobre ella !! –

   El balcón de la casa se abrió violentamente. En él apareció Doña Luisa que, con las manos sujetando su cabeza, sólo decía en ahogados gritos:

-         ¡¡¡ Hija….hija mía !!!

   Los que presenciaban el repugnante espectáculo no daban crédito a lo que estaban contemplando.

      Todos, con un elocuente silencio, recriminaban en su fuero interno aquella bochornosa procesión y comenzaron a apartarse de su recorrido.

   Don Juan, con expresión de loco furioso, seguía recorriendo las calles del pueblo, vociferando aquellas o similares expresiones con las que había comenzado.

   A sus gritos, grandes y pequeños salían a las puertas de sus casas y, asombrados, no se atrevían a apagar las iras de aquel degenerado padre.

   Terminado el recorrido, que llevó a cabo en elocuente y solitario cortejo, bajó a la joven de la caballería y volvió a introducirla en su casa con iguales actos de violencia.

   Se volvieron a cerrar las puertas, por las que a ninguna persona extraña le fue permitido franquear.

   No había transcurrido un mes, cuando, un atardecer, el médico fue llamado apresuradamente.

   Elisa se encontraba a las puertas de la muerte, con una hemorragia que no podía ser detenida.

   Malas lenguas corrieron por el pueblo  que Don Juan había obligado a su hija  a provocar el aborto con remedios caseros, que acabaron con un fatal desenlace.

   El médico, no sabemos si por obligado deber profesional o por temor a represalias del cacique, sólo se limitó a certificar la defunción de la joven, sin conseguir que hiciera comentario o denuncia sobre las verdaderas causa de aquella inútil muerte.

   El cuerpo de la joven fue trasladado al Cementerio. El padre no iba en el cortejo; el más concurrido y silencioso de los que el pueblo había conocido.

   Doña Luisa daba inequívocas muestras de haber perdido el juicio. Y cuentan los que vivieron aquellos trágicos días que sus lamentos se escuchaban, hasta en las más alejadas casas del poblado.

   Más tarde, Don Juan, apartado para siempre de la convivencia social, mandó construir una suntuosa sepultura en el lugar donde su hija había sido enterrada.

   Ni él ni su esposa fueron enterrados en el mismo sarcófago.

   Después de su muerte, se supo que en el testamento había consignado a sus herederos:

-         “También ordeno que persona alguna sea enterrada en la tumba que he mandado construir en el Cementerio  Municipal, donde recibió sepultura el cuerpo de mi desgraciada hija”.


                                       VUELVE  EL  EMIGRANTE

   Pocos años después de la muerte de Elisa, cuando todavía vivían los padres de aquella inocente víctima, se detenía en la Venta la diligencia que hacía el servicio de viajeros desde Baza hasta Albox.

   De ella descendió, con nutrido equipaje, nuestro Ramón, que volvía de América donde, con gran suerte y no menores trabajos, había conseguido forjar una gran fortuna, en cuantía que tal vez superara a los más ricos del pueblo.

   Volvía con la gran ilusión de poder hacer suya a la mujer de sus sueños, de la que ya  no le separaban diferencias sociales, al menos en lo económico.

   Nada sabía de la tragedia acaecida.

   Cuando, rodeado de su abuelo, su padre y sus hermanos, conoció lo sucedido, estuvo a punto de volverse loco.

   Enfurecido, empuñando el arma que le había servido de protección en los largos y angostos caminos que le llevaron y le trajeron de la emigración. Y dispuesto estaba a vengar a su amada con la muerte de su cruel padre, cosa que no logró realizar, gracias a la fuerza bruta empleada por los suyos para contenerle y, más tarde, por la persuasión y consejos de su querido abuelo y de su entrañable padre:

   -¿ Quieres manchar nuestro nombre?-  ¿Conduce a algo la venganza, cuando ya tu destino no tiene remedio?. ¿No es mejor el perdón y el olvido de las afrentas, para satisfacción de la que, desde el Cielo, te seguirá queriendo?-

   Loco, desesperado, ya desarmado, Ramón se deshizo de los que por la fuerza le sujetaban. Y, corriendo como un gamo, atravesó desencajado las calles del pueblo; cruzó la carretera en dirección al Cementerio y saltó sus tapias, después de pretender forzar, sin conseguirlo, la enorme puerta que sirviera de entrada.

   Como guiado por el instinto, se dirigió hacia la tumba más suntuosa del recinto, situada en su centro y cayó de bruces en el suelo, apoyando su cabeza en el frío mármol del sarcófago. Envuelto en un mar de lágrimas, pronunciaba sin cesar el nombre de Elisa.

   Allí permaneció horas y horas. Y tal vez hubiera cumplido su deseo de encontrar la muerte para volar junto a la amada, si es que la familia de Ramón, que supo a donde se dirigía y que, prudentemente, respetaba su pesar y estimaba aconsejable aquel desahogo, no juzgara ya oportuno apartarle del fúnebre lugar, para reintegrarle a la casa solariega.

   Sostenido por ambos lados, lo condujeron a través del pueblo, tirando de él como si estuviera ebrio, con el pelo sobre la sucia cara llena de barro formado por la mezcla de tierra y lágrimas.

   Las mujeres que desde sus puertas y ventanas presenciaban el doloroso espectáculo, se sumaban al llanto del desgraciado emigrante, algunas con gritos desgarradores, entre los que se mezclaban los aterradores suspiros de Doña Luisa que, con el juicio perdido, no cesaba de llamar a la hija que se había ido para siempre.

   Conducido Ramón por su deseo a la casa del pueblo donde había nacido y crecido cuando aún estaba lleno de ilusiones, permaneció echado en su viejo catre, recibiendo los cuidados de los suyos que, a la vez, respetaban su completo mutismo.

   Después de varios días, tomó su decisión bien mediata.

   Distribuyó la mayor parte de su cuantiosa fortuna entre su padre y sus hermanos, para que las antiguas diferencias fueran superadas. Evitaba con ello la repetición de sucesos como el que él había protagonizado.

   Volvería a desaparecer del pueblo. Se iría a América o a algún lugar donde nadie más supiera su paradero.

   No fueron suficientes los ruegos que sus familiares la dirigían para que permaneciera entre ellos.

   Algunos allegados afirmaron más tarde que había ingresado en una orden religiosa.

   Antes de partir del pueblo, pidió que le llevasen un trozo de mármol, ya pulimentado.

      Descolgó la empolvada cesta de mimbre donde aún conservaba las herramientas que le sirvieran para aprender el oficio de marmolista. Sacó de ella el puntero y el martillo y esculpió con su puño una inscripción en la lápida. Tomando bajo su brazo la tallada tabla, partió hacia el Cementerio donde, auxiliado de un albañil, la colocó sobre la puerta de entrada, en el mismo lugar donde ha permanecido hasta que fue trasladado a su actual emplazamiento.

   La inscripción pudo leerse por las futuras generaciones entre las que me encuentro como receptor del mensaje que nuestro héroe nos legó. Dice así:

               “TODA LA ESCALA SOCIAL
               SE IGUALA EN ESTA MANSIÓN”.
               “LOS RESTOS NO SE DISTINGUEN
               SOLO POLVO Y LODO SON”.


Historia real acaecida  en Olula del Río posiblemente antes de acabar el siglo XIX. Los nombres no corresponden con los de los personajes reales, para evitar suspicacias.


DEDICADO A TODOS LOS PADRES PARA QUE SEAN COMPRENSIVOS Y TOLERANTES CON LOS PROBLEMAS Y ERRORES DE SUS HIJOS.

















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